jueves, 9 de septiembre de 2010

La duda

Sentado en mi casa un día conocí a un hombre que en realidad no conocí. Salí de mi baño y cuando me fui a sentar en el sillón grande, vi que en el sillón individual reposaba un hombre de elegante esmoquin negro, camisa de seda y sombrero, al mejor estilo John Dillinger. Sus penetrantes ojos oscuros acompañaban su cara de propuesta y me sentí demasiado intimidado como para preguntar qué proponía. Fue en ese momento cuando surgieron las preguntas más básicas del ser humano. El cómo, el cuándo, el porqué. Realmente estas tres no me preocuparon tanto: el cómo vendría de la mano del porqué y serían explicables fuera de la razón; y el cuándo, obviamente, en ese preciso instante se respondería. Lo que me agobió fue, predeciblemente, el quién. ¿Quién era ese sujeto que todavía estaba allí, mirandome fijamente, invitandome a que empezara la charla? Pero, volviendo a mi pregunta demasiado chusma y simple, por supuesto —porque el hombre siempre se preocupa por lo simple, no por el porqué o por el cómo, sino por el quién—. Empecé a buscar en mi cabeza y en mi corazón quién podía ser ese hombre. Mis primeros divages apuntaron al miedo: como todo hombre, pensé que su presencia resultaría una amenaza para mi integridad, y por eso creí que podría ser el Diablo. Pero me resultaba demasiado trillado el traje negro y la cara seria. Creo que alguien de Su talla se presentaría de forma más original. Por lo tanto, pensé en la parca: su fiel servidor. Pero esos ojos que miraban no eran lo suficientemente negros e intimidantes. Hasta me daban confianza. Así que, decidí pasarme de bando, pero obviamente ni Dios ni Jesús ni el Espíritu Santo vendrían de esa manera. Es bien sabido que a Ellos les gustan las grandes entradas con buenos shows de luces. Vagué por otro planeta pensando en alienígenas, aunque ya hubiera intentado hablarme o matarme. Y vagué por los cementerios, pensando si algún familiar estaría buscando la forma de decirme algo a través de esta figura. En ese punto, y cada vez más asustado por mi desconocimiento de esa persona, cerré mis ojos a causa de un ataque de nervios. Pero los cerré de esa manera que no es cerrar, sino fruncir, fruncir fuerte el ceño, con la esperanza de que al abrir los ojos la pregunta se haya resuelto, como si ese cerrar de ojos era hurgar en mi cerebro y encontrar la respuesta que se escondía. Fue en ese instante cuando me di cuenta —y no por encontrar en mi cabeza la respuesta que buscaba— de que ese hombre era la duda, porque al abrir los ojos, ya no estaba allí.

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