Estoy en un pequeño problema. Sucedió que el pequeño aparato que reproduce música directamente en mis oídos se me rompió por un día, y durante todo el completo día estuve sin poder aislarme de la atmósfera social general que nos rodea constantemente. Y encima de esto, tuve que enfrentar situaciones bastante particulares. Me vi encerrado en dos jaulas, en dos momentos distintos del día: una llamada colectivo y otra, criadero. En una me vi rodeado de seres humanos de esos que uno no los siente tan humanos como uno, peleandose internamente con sus miradas por un asiento, y pareciera que el vencedor es el que más incomoda a los demás, demostrando ese constante aire de amenaza y evaluando todo tipo de escape en alguna situacion de riesgo. Siempre pensando que el chofer puede ser juez y parte y defendernos de todo mal. En otra me vi rodeado de roedores, y a pesar de tener la posición de poder por ser quien los alimentaba, se me volvio tétrico el aire pesado con polvo de marmol,;la constante sensación de que alguien te está mirando y saber que no hay otra persona en el lugar; y el ruido constante de movimiento de los pequeños animalitos que no significan amenaza, pero sin embargo, el imaginario colectivo nos enseña a temer porque pensamos que todos juntos derribarán las jaulas y nos perseguirán y morderán hasta la muerte como en una peli basada en un libro de Stephen King. Sobreviví, obviamente, a ambas jaulas. Pero, el problema que ahora se plantea es que, analizando mis sensaciones, me di cuenta de que a uno de esos lugares volvería tranquilamente y al otro prefiero evitarlo. Y solo puedo decir que con los roedores me sentí mucho más cómodo que encerrado en un colectivo.
jueves, 16 de septiembre de 2010
domingo, 12 de septiembre de 2010
Los hombres, ¿Somos todos iguales?
Y sí, las mujeres tienen razón. Somos todos iguales. Pero no somos todos iguales como género masculino. El hombre, ser humano en sí, es igual. Porque a todos nos caracteriza la misma igualdad de la razón. Todos razonamos y buscamos tener la razón. Por más que sea de música, de filosofía o de ciencias exáctas; siempre hay una charla en la que querés que tu razonamiento prime más que el del otro. Y eso que hay algunos que se cansan antes u otros que somos más hincha pelotas. Eso no importa. Somos iguales y buscamos lo mismo. Pero ahora, ¿somos tan iguales? Si fueramos realmente iguales, escucharíamos la misma música, pensaríamos igual, vestiríamos igual; las mujeres realmente no tendrían problema para elegir, y el sexo sería por orden de llegada. Entonces, ¿qué es lo que nos hace diferente? El razonar. Justamente lo que nos hace iguales por ser todos capaces de razonar, nos hace diferentes por nuestra capacidad de razonar todas cosas de diferente manera. Y menos mal que así es y que cada cual pisa como quiere y busca razonar siempre por senderos distintos y discute y pelea y argumenta. Si todos fueramos iguales, qué aburrida seria la vida.
viernes, 10 de septiembre de 2010
El Principito
Mira para un lado y casi se podría ver la espalda. El principito se acostumbra a su dos por dos, monoambiente, con linda vista a la nada. Y así camina y da miles de vueltas por día. Mirándolo de un punto positivo, su simple y solitario mundo, único para él como él único para su mundo, le permite conocerlo y saberlo y vivirlo. Y así el pequeño principito —gigante irónicamente— había aprendido y había vivido. Y como todo buen principe —si no lo hiciera no sería el principito— salió de su mundo para empujar a otro. Y llegó, llegó a empujar a quien más lo necesitaba; a quien, perdido en sus propios desiertos, no sabía lo que era vivir, no tanto como el pequeño principe. Y lo admiraba, y lo escuchaba, y no entendia su pequeñez y su grandeza, así como no entendio por qué debió dar su vida para que él se convierta en su propia agua en el desierto. Y así como el principito, vivimos en nuestros pequeños mundos tan llenos de nada y tan complicados de comprender, esperando poder iluminar la vida de algun otro perdido como si hubiéramos comprendido nuestras vidas tal como el principito la suya. Lo bueno de nosotros, los demas principes, es que a diferencia de este principito, pase lo que pase, si buscamos bien en nuestros pequeñísimos mundos, tenemos otro principito que siempre está aprendiendo a vivir con nosotros.
jueves, 9 de septiembre de 2010
La duda
Sentado en mi casa un día conocí a un hombre que en realidad no conocí. Salí de mi baño y cuando me fui a sentar en el sillón grande, vi que en el sillón individual reposaba un hombre de elegante esmoquin negro, camisa de seda y sombrero, al mejor estilo John Dillinger. Sus penetrantes ojos oscuros acompañaban su cara de propuesta y me sentí demasiado intimidado como para preguntar qué proponía. Fue en ese momento cuando surgieron las preguntas más básicas del ser humano. El cómo, el cuándo, el porqué. Realmente estas tres no me preocuparon tanto: el cómo vendría de la mano del porqué y serían explicables fuera de la razón; y el cuándo, obviamente, en ese preciso instante se respondería. Lo que me agobió fue, predeciblemente, el quién. ¿Quién era ese sujeto que todavía estaba allí, mirandome fijamente, invitandome a que empezara la charla? Pero, volviendo a mi pregunta demasiado chusma y simple, por supuesto —porque el hombre siempre se preocupa por lo simple, no por el porqué o por el cómo, sino por el quién—. Empecé a buscar en mi cabeza y en mi corazón quién podía ser ese hombre. Mis primeros divages apuntaron al miedo: como todo hombre, pensé que su presencia resultaría una amenaza para mi integridad, y por eso creí que podría ser el Diablo. Pero me resultaba demasiado trillado el traje negro y la cara seria. Creo que alguien de Su talla se presentaría de forma más original. Por lo tanto, pensé en la parca: su fiel servidor. Pero esos ojos que miraban no eran lo suficientemente negros e intimidantes. Hasta me daban confianza. Así que, decidí pasarme de bando, pero obviamente ni Dios ni Jesús ni el Espíritu Santo vendrían de esa manera. Es bien sabido que a Ellos les gustan las grandes entradas con buenos shows de luces. Vagué por otro planeta pensando en alienígenas, aunque ya hubiera intentado hablarme o matarme. Y vagué por los cementerios, pensando si algún familiar estaría buscando la forma de decirme algo a través de esta figura. En ese punto, y cada vez más asustado por mi desconocimiento de esa persona, cerré mis ojos a causa de un ataque de nervios. Pero los cerré de esa manera que no es cerrar, sino fruncir, fruncir fuerte el ceño, con la esperanza de que al abrir los ojos la pregunta se haya resuelto, como si ese cerrar de ojos era hurgar en mi cerebro y encontrar la respuesta que se escondía. Fue en ese instante cuando me di cuenta —y no por encontrar en mi cabeza la respuesta que buscaba— de que ese hombre era la duda, porque al abrir los ojos, ya no estaba allí.
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